
A Fellini, tantas veces irrespetuoso con las formas externas de la Iglesia, le escribían mucho los creyentes, convencidos de su gran humanidad. Hubieran deseado llegar a un lugar de encuentro que suavizase sus críticas. Escribió a un religioso que incluso a través de una angustia o de la dulzura de una lágrima, se puede entrever a Dios, su amor, su gracia, no como un arrebato de fe teológica, sino como una profunda exigencia del alma. Tampoco esa vez se guardó un reproche.
Sólo así me parece que soy honrado con aquellos que sufren y que no traiciono con humanas divagaciones -tan sólo ricas en promesas y cálculos- a los que siempre han sido apaleados en la vida, explotados, maldecidos, desgraciados.